Son las diez de la noche. Estoy a punto de entrar a mi casa, de vuelta de una reunión de apoyo comunitario en una aldea cercana. Las luces del carro enfocan sobre la acera un amontonamiento que no alcanzo a definir qué es. Apenas vislumbro la figura de un hombre de pie. Bajo del carro, me acerco sin dejar de tener cautela. Saludo. Me saludan. Sigo sin reconocerlos y les pregunto dónde viven. Cuando el que está de pie me dice mi nombre y me indica que vive frente a mi casa, caigo en la cuenta que es uno de los muchachos que de vez en cuando veo o salir o entrar de esa casa. El resto del montón son dos muchachos más totalmente embrocados sobre la acera. Uno nada más se incorpora y se queda sentado. Sacude la cabeza, intenta hablar con una mueca y una voz pastosa. También me saluda por ni nombre y me extiende la mano ambulando en el aire. Para no ser desacomedido le tomo la mano y le doy las buenas noches. Un tercer muchacho está totalmente de bruces sobre la acera. Inmóvil. Los dos sobre la acera están borrachos. Estúpidamente borrachos. El tercer, el que encontré de pie, parece esperar a que los otros dos se incorporen y ayudarlos a entrar a la casa. Les digo unas palabras de aliento, me pongo a su disposición por cualquier cosa y me despido. Entro el carro, cierro la puerta tan segura como puedo y en la oscuridad del zaguán pienso una vez más, luego de visiones como esta que, a su modo, la juventud se divierte. Y también me digo: qué pena... Qué pesar me causa ver tal autodestrucción, ante la engañosa posibilidad de solazarse y pasarla bien entre el alcohol y el cigarro...
Antes de comenzar a escribir este testimonio de una situación tan imprevista a las puertas mismas de mi casa, antes de reconciliarme con el mundo y conmigo mismo, antes de escribir, me digo: Es así como la juventud se divierte? Y trato de responder esa pregunta en dos direcciones contrapuestas...
Desde el punto de vista de estos muchachos y muchos como ellos, resulta normal...
sábado, 21 de marzo de 2009
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