Voy en retrospectiva en dos sentidos: uno, en cuanto a lo que hasta hace poco tiempo en nuestro país significaba el "prestigio intelectual", y dos, el caso de un antigüeño que fue periodista, escritor y poeta, "!y eso basta!, aplicándo el remate de unos versos en poema de José Santos Chocano...
El "prestigio intelectual..." Durante más de dos mil años, en el ámbito del proyecto civilizatorio que nos corresponde, es decir Europa y su incidencia en lo que vino a ser América, el ejercicio del pensamiento y la expresión creadora llegaron a constituirse en términos para cualificar y ponderar la singularidad de una persona, y con ello reconocerle dotes que correspondían a una dimensión superior de vida respecto a estratos sociales y a roles de liderazgo dignos de respeto, admiración y simpatía, sin exceptuar cualquier rivalidad planteada por el mismo liderazgo. Lo "intelectual" estuvo, pues, consagrado como ocupación humana, y su índole excepcional se sustentaba en que una persona, para particularizarlo, fuera dueña del conocimiento e hiciera aportaciones inherentes a ese conocimiento. La historia, pues, ha consagrado desde siempre al filósofo, al dramaturgo, al narrador, al periodista, al poeta... Habiendo definido con ello la sustancia del intelectual y establecido su prestigio. De esa cuenta, todo aquel que se ocupara o tuviera afición por esas especialidades, también gozaba del mismo prestigio.
Abrimos un diccionario enciclopédico y desde la primera página con la letra A surgen los nombres de todos aquellos que en el tiempo han tenido el renombre de "intelectuales" - pensadores, creadores...-. Aquí nunca contó la posición en la estructura social, ni origen, nacionalidad, religión o usos y costumbres de la persona. El prestigio del intelectual muchas veces pudo reñir con patrones éticos y morales, y sin embargo, la lucidez o enjundia de su pensamiento, o la originalidad o fuerza innovadora de su obra, eran suficientes para eximirlo de cargos condenatorios, que para gente del común hubieran bastado para su desprestigio, exilio, prisión y hasta la pena capital. Sobran los casos de nombres "ilustres".
Ese patrón de reconocimiento inexcusablemente fue tomado en cuenta en el proceso de construcción histórica de nuestro país. Y así llegamos a inicios del Siglo XX, cuando un antigüeño nacido en el seno de una familia modesta, y para más modestia de voz suave, trato comedido, andar cauto y huidizo. Contrario a su reticencia por el fulgor de la vida pública, ocupó desde muy jpven y durante toda su vida uno de los roles más importantes y quizá el de mayor trascendencia de "El Imparcial", ese periódico ciertamente controvertido pero sin duda de importancia capital en la vida política y cultural de Guatemala.
César Brañas era su nombre y cuando lo conocí, casi al final de su vida, consagrado en su "prestigio intelectual" y en su condición de ser huraño e inaprensible, me concedió un legado que siempre habrá de vivir en mí.
En nuestra existencia siempre habremos de encontrar zonas difusas. Zonas de misterio. Zonas insondables. Zonas que corresponden a la falta de explicación de por qué somos como somos, por qué no somos de otra manera, por qué no podemos ser de otro modo aunque hagamos el esfuerzo por lograrlo. Es así que en el primer caso, aún no sé por qué desde niño y hasta hoy siempre camino por las páginas de un libro, por las rutas del pensamiento, de la historia y de la creación artística, y mis pasos siempre encuentran el momento para trasponer el umbral de una librería. Dichoso misterio...
Cuando joven, con pocos centavos en los bolsillos, ambulando audazmente por la actual capital y por "El Centro", donde confluía toda actividad humana, fui acostumbrándome a visitar las librerías de viejo o de usados, disfrutando la libertad de hurgar en el desorden de estanterías en las que se acumulaba cualquier cantidad de publicaciones, sin clasificación alguna. Ni por materia, ni por autor, ni por género, ni por editorial. Algún librero lo intentaba, pero nuestro dichoso manoseo buscadores ávidos hacía volver al caos aquel pequeño universo de papel impreso.
Una tarde, en aquella pequeña venta de libros que estaba a pocos pasos del Congreso de la República, dos o tres visitantes recorríamos los anaqueles concentrados en la búsqueda de algo interesante. El librero saludaba con una sonrisa silenciosa, sin atreverse a perturbarnos ni intentar ayudarnos en nada. Al levantar la mirada de un tramo a otro, advertí hacia mi derecha una presencia cercana. Un hombre viejo, canoso, de tez pálida y ligeramente sonrosada, en su traje oscuro de burócrata, recorría con la mirada lo que sus manos iban recorriendo sobre los lomos salteados de los libros. Me llamó la atención su vejez, su silencio, su actitud reconcentrada y una actitud de lejanía o de ausencia que emanaba de su personalidad, tan cerca y tan presente como estaba. Lo ví cómo sin expresar nada, ni sorpresa, ni satisfacción, ni comentario alguno, iba entresacando libro tras libro, para ponerlos cuidadosamente sobre el mostrador del librero, hasta ir formando dos pequeñas torres.
No alcancé a oír palabra exacta sobre el cálculo del costo y pago entre el viejo y el librero. Atento como estaba, sólo lo ví despedirse de él con un gesto mudo, tomar su paquete y salir enfundado en su traje gris. De ahí sólo cuerdo haberle preguntado al librero "quién es él...?", y desde entonces nunca he olvidado el tono de su voz y su respuesta escueta: "Don César Brañas".
Por entonces era el más joven suscriptor de El Imparcial en La Antigua Guatemala, y por supuesto que sabía quién era él y a qué se dedicaba en el diario. Como muchos lectores, estaba enterado de sus responsabilidades como editorialista y como editor de la famosa "Página Literaria" en la que siempre supo acoger escritos de autores notables, nacionales y extranjeros, sus propios textos y la creación de autores nóveles. Contrario a la postura conservadora como ideología del diario, en esa página creo que nunca hubo discriminación o censura. Eso contribuyó a que Don César Brañas siempre mereciera respeto, agradecimiento y simpatía. Era dueño, en todo sentido, de un gran "prestigio intelectual".
Al graduarme de Maestro de Educación Primaria y dispuesto a trabajar, al impulso de mi vocación por las letras y sabiendo que Don César era antigüeño, supuse que podría buscarle para solicitarle alguna plaza. Una tarde, luego del trayecto en camioneta entre La Antigua Guatemala y la actual capital, y de caminar y caminar hasta llegar a la sede del periódico en la séptima calle de la Zona 1, me hice anunciar en la recepción y sin mayor tiempo de espera me ví ante Don César, en un pequeño amueblado de sala que tenía frente a su escritorio. Me tendió la mano suave, me indicó sentarme frente a él y antes de iniciar el diálogo me dijo con su voz leve y pausada que no podía oír bien y que le fuera escribiendo lo que yo quisiera decirle. La oficina estaba en un segundo piso y el ambiente era de un silencio extremo. Escasa de luz, me pareció acogedora y desde el primer momento me sentí bien. Don César miraba muy antento, con sus ojos pequeños y una expresión delicadamente sonriente. Recordé cómo lo había visto por primera vez en aquella librería de usados y me agradó escuchar su voz y sentirlo con su dedicación exclusiva para mí. Qué cándido y respetable.
Tomó unas pequeñas hojas de papel rosado y me las acercó sobre la mesa del juego de sala donde estábamos. Reconocí que eran páginas de aquel ya inexistente delgado papel copia cortado en cuatro. Y al preguntarme el motivo de mi visita, creo haberle escrito que le buscaba porque iba a pedirle trabajo. No recuerdo qué me dijo como respuesta. Ni sé qué más fui escribiéndole en dos o tres papelitos más que le dí a leer. Supongo que me explicó que en el periódico no había oportunidad alguna de trabajo, ya que nunca volví ahí para encargarme de algo. Lo que sí me ha quedado grabado hasta hoy, como forma de ir dando por terminada "la plática", es que al advertir que yo llevaba un libro conmigo, me dijo "Qué está leyendo". No dejó de sorprenderme la pregunta y un poco desconcertado se lo mostré. Vio el título "Rimas y Leyendas" de Gustavo Adolfo Bécquer y con una sonrisa inolvidable me dijo "Cuando busque trabajo no lleve un libro de poesías bajo el brazo".
martes, 13 de enero de 2009
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