Hace poco más de un mes me encontraba en un acogedor restaurante antigüeño dispuesto a disfrutar lo mejor de su menú de mariscos. Era una bonancible tarde de sábado con su luz resplandeciente. El único salón disponible para los comensales tiene una sola puerta de entrada, pero su interior es amplio, de paredes altas pulcramente pintadas de blanco. Las ventanas también altas, abiertas de par en par, con sus marcos de madera y los balcones de barrotes de hierro color negro, dejan el paso de los aires que refrescan el ambiente para hacerlo aún más acogedor. Ya son pocas las mesas que se encuentran ocupadas y apenas se escucha el rumor de alguna gente que conversa en actitud plenamente satisfecha. Vemos el menú y sin más entretenernos encargamos unos seviches de entrada, camarón y caracol, y una mariscada en caldo. Ah, los placeres del mar...
Trascurren los minutos normales de la espera. Afuera hay un movimiento de jóvenes que llega. Bajan de sus motos dos parejas. Al timón de cada moto viene un corredor con su disfraz despanpanante. Cada uno es alto, diría que robustos, con sus botas enlodadas y sus cascos y sus guantes y sus trajes polvorientos. Fuera el casco se desprenden las melenas a la moda y hay un sudor terroso en sus facciones. Qué desgaire... Qué plenitud en la ventura... Sobre todo llevando cada uno esa pareja jovial, sonriente y enervante, con sus formas de amazonas ágiles entrenadas en el ajetreo veloz de las motos y sin duda plenamente vigorosas en el fragor de la pasión.
Dos parejas triunfantes que llegan a comer y refrescarse.
Parece que no existe nadie más que ellos en el restaurante. Se desprenden de sus guantes y sus cascos, se acomodan en sus sillas como si estuvieran en el corredor de una casa de finca y se desata el vocerío... Son momentos de aventura, pues... Plantados con irreverencia donde no tienen por qué cuidar modales. Finalmente, los héroes de la escena son ellos y ahí se llega para pagar lo que consuman. No dudan para nada que ese restaurante está a su servicio y punto. De inmediato circulan los cigarros. Nadie es inexperto en ese gesto de prenderles fuego, dar la primera aspiración profunda, retener el humo para concentrarlo y soltarlo luego por donde sea... De aquellas bocas de expresión irreverente, desfiguradas por un gesto de impulso vomitivo, y de sus narices que alguien diría respingadas como señal de biennacidos, brotan las bocanadas grises de ese humo que abandona sus pulmones y mancha el aire del salón en tanto se disipa, y así una y otra vez, una y otra vez, hasta que el tufo de sus exhalaciones satura el ambiente y no tarda en llegar hasta nosotros que estamos apenas a tres metros de distancia.
Nadie dude que aborrezco el cigarro, por pestilente, por venenoso, por inútil, por enajenante, porque hace de los fumadores pobres seres infatuados, que creen que sus gestos acusan elegancia y distinción, cuando lo único que parecen son unos ridículos remedos y hasta vulgares copias de las imágenes construidas por el merchandising de ese vicio que tanta enfermedad y muerte ha causado a sus incautos y temerarios consumidores... No sólo repudio esa práctica necia, sino que me revelo vigorosamente a ser víctima pasiva de sus humaredas. En tanto no me lleguen los tufos que expulsa un fumador, digamos que me contengo. Allá él con esa falsía de su ser incauto... Pero que no llegue a mí la pestilencia de un cigarro, porque me rebelo ante la agresión del humo. Para mí es una ofensa a mi bien-estar, a mi deseo y gozo por respirar el aire menos contaminado que me sea posible. Porqué habré de soportar a un fumador cerca de mí...? Qué superioridad puede tener sobre mí un tipo que ostente ese pito de papel relleno de unas hojas supuestamente de tabaco hechas trizas, sabidos como estamos que tienen cualquier aditivo para incrustar el vicio...?
Esa tarde en el restaurante, frente a la asechanza de los humos de esos vulgares fumadores, lo primero que hice fue levantar unas hojas del periódico que estaba leyendo y me puse a sacudirlas para alejar el aire ingrato. Fue tal mi expresión de incomodidad y fastidio, que la sacudida de las hojas fue percibida de inmediato por el cuarteto de viciosos. Carmen María que me acompañaba advirtió que se avecinaba una tormenta y me pidió que fuera prudente. Que me calmara. Que dejara estar la cosa. "Uno no sabe quiénes son y si puede ser peligroso desafiarlos de esa manera... Te lo he dicho: un día de esos te puede pasar algo…". Algo así me dijo y en lugar de aplacarme fue mayor mi exasperación. En la otra mesa, sin que yo pudiera oirlo, parece que se dieron algunos comentarios como reacción a mis gestos. Sin duda ya estaba establecido el resquemor. De repente, el más vanidoso de los vomitantes de humo me lanza la primera reacción: "Si querés salís y nos damos verga...!" Vaya vaya me dije en mi interior y mi respuesta fue "Yo pensé que usted era una persona educada..." No sé qué más me dijo, pero en su mesa se causó tanto alboroto como en la mía, en la que Carmen María trataba de apaciguarme. A esas alturas era imposible. Lo más importante que recuerdo haber agregado a mis increpaciones al tipo ese fue "Yo desde aquí no les hago nada a ustedes. En cambio ustedes me están intoxicando... Espero el poco tiempo que falta para que prohiban que se fume en el interior de un restaurante como este...". Las mujeres de los motoristas creo que fueron adecuadamente cautas y sin más movilizaron al grupo y se fueron a otra mesa... Cuando los seviches y la sopa de mariscos llegó a nosotros yo estaba que echaba fuego, ahora tratando de decirle a Carmen María que quien tenía la razón era yo y que por favor ni siquiera tratara de calmarme porque me iba a poner peor...
Al rato se acecaron los meseros, se sintieron apenados y yo les dije por mi parte que me disculparan, que no podía dejar de aborrecer el cigarro, y que afortunadamente ya faltaba poco para que no dejaran entrar a nadie que fumara. Que los que no fumamos tenemos derecho a respirar un aire limpio... Me costó contenerme la rabia... Cuando ya estuve más calmado me hice el comentario sobre esa actitud estúpida del estúpido ese que ante mi reclamo por su fumareda lo que primero que se le ocurrió fue retarme a los "vergazos"... Tengo borrada su fisonomía para siempre. Así que espero no reconocerlo nunca más. Me causó un desdichado e inmerecido momento de mi vida, y a estas alturas no le guardo rencor. No puedo guardar rencor por alguien que ni siquiera sé quién es y menos sin siquiera recordar qué cara tiene, como decimos. La verdad es que mi furor me hizo perder hasta la noción de su identidad visual... Momentos como esos no son para nada bien recibidos. Al menos el problema no pasó a más, como decimos, pero salí a la defensiva y mantuve incólume mi dignidad de no-fumador…
Mañana sábado va a ser una semana que volvimos a llegar al mismo restaurante, para volver a disfrutar de su menú. La misma dueña se me acercó y me dijo de entrada que seguía apenada por el problema de la vez anterior. Le agradecí su gesto y aproveché corresponderle diciéndole que ya falta poco para que ponga sus rótulos anunciando que dentro de ese restaurante no se permite a ningún fumador. Nos sonreímos y minutos después, atentido con una gentileza que siempre debo agradecer, comimos esta vez en paz...
Recuerdo el incidente en esta fecha, porque es exactamente este día cuando cobra efecto la Ley guatemalteca que impide fumar en lugares cerrados de atención al público, cualesquiera que estos sean. Así que espero que en lo sucesivo y para mi estabilidad existencial pueda vivir de lejos con ese humo...
viernes, 20 de febrero de 2009
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