Hace muchos años conocí en casa de un tío mío uno de los primeros libros enciclopédicos que siempre me gustó hojear: la Historia de los Santos de Butler. Era un tomo robusto de muchísimas páginas que contenía densamente la vida de todos aquellos hombres y mujeres que habían entregado su existencia al servicio del cristianismo. La densidad consistía no solamente en lo exhaustivo de los datos biográficos, sino en el enfoque por demás expresivo de la misión y entrega de cada santo, con los pormenores de su origen y su cotidianidad; los momentos de la revelación divina; las incontables y durísimas pruebas de fe; las instancias del éxtasis; las anécdotas milagrosas; sus vacilaciones, sus afanes y luchas libradas frente a condiciones de incomprensión, inhóspitas y angustiosas, y frente a todas las formas del peligro; situaciones apacibles, dolorosas y terribles, en dolorosas formas del sacrificio, hasta la misma pérdida de la vida, y luego la trascendencia del espíritu eternamente redimido...
No eran semblanzas simplemente didácticas sino un registro documental de valor histórico que podía satisfacer el rigor investigativo y sustentar las inducciones a la fe. De ahí el prestigio que avalaba el contenido del libro y el respeto por su autor. Si uno en la actualidad pregunta por él en librerías católicas en particular por supuesto que tienen ediciones recientes, pero lamentablemente parciales. Nunca he vuelto a encontrar un tomo similar al de aquella vieja versión o una versión nueva con el contenido completo de aquel viejo ejemplar.
En el ámbito de nuestra cultura hispanoamericana y máxime en la órbita de la religiosidad cristianocéntrica que habitamos, nuestros nombres comúnmente corresponden a su santoral. De ahí que es frecuente y muy normal que muchas personas se llamen conforme el santo o santa del día que nacieron. Ese fue uno de los motivos que originalmente causaron la curiosidad que me llevó al libro en mención: saber sobre la vida de los santos que aún aparecen bajo el número de cada día en los calendarios comerciales y el que corresponde a nuestro cumpleaños o el popularmente llamado "día de nuestro Santo". Para mi sorpresa, creo que afortunada, mis Papás no me pusieron el nombre que me hubiera correspondido: Alejo. Me salvé si hubiera nacido un día después: me hubiera llamado Camilo y también me salvé si hubiera nacido un día antes, porque me habría llamado Carmen o Carmelo.
Hay nombres que me gustan mucho y uno de ellos es precisamente Carmen... No importa en qué combinación: si María del Carmen o Carmen María, por ejemplo, aunque este siempre me gustó desde que lo supe y hasta me enamoré y he llegado a amar a quien lo ostenta...
Conozco y he conocido varias mujeres con ese nombre. Algunas me han dejado huellas imborrables y por eso es que hoy, al hacer memoria de una en especial, se me ha ocurrido dejar su testimonio, pues dudo que a estas alturas las anécdotas que recuerdo de ella alguien pueda decirlas como a mí me consta. Me remonto por lo menos quince años atrás y me encuentro en el DF de México en compañía de José de la Rosa Herrera, un mexicano igualmente ocupado como yo en los temas del desarrollo cultural, con quien mantengo ese tipo de amistad de comunicación intermitente pero siempre fiel en el afecto y la dedicación. Vamos en su carro y me invita a acompañarle a casa de una amiga suya, mujer muy importante según dice, que seguramente me va a caer muy bien. Estoy en los vagabundeos de un viaje y la propuesta me parece digna de ser atendida.
Llegamos, se abren las puertas de una mansión elegante y nos da la bienvenida su dueña, con el desgaire de la mujer arriba de los sesenta que ha recorrido el mundo y sabe dónde beber en la copa del placer y cuándo resulta inevitable la copa del dolor. Alta. De la hermosura de su cuerpo flexible, hoy nos sentimos cautivados por que va quedando en esa delgadez que revela el agotamiento de los años. Más que elegante, tiene una exuberancia un tanto recargada, con sus faldas sueltas y abundantes, una blusa vaporosa y los piés desnudos en unas sandalias muy ligeras. Abundante cabellera teñida de un negro exagerado, al estilo de esa María Félix que siempre nos hará soñar con sus años de juventud. Llama la atención el rumor metálico de sus abundantes pulseras a cada ademán amplio de sus brazos desnudos. Sus ojos negros nos miran ágiles y seductores desde el remarco negro de sus párpados. Su rostro es un óvalo admirable, de una palidez sensual que nos lleva al rojo de sus labios en gesticulación constante. Siempre hay una sonrisa en ese rostro y a cada gesto se sacuden pendientes de los lóbulos de sus orejas dos grandes áros de oro.
Los saludos son muy efusivos y obsequiosos. Es tan sobrecogedor saber ante quién estoy que no recuerdo cómo se inicia y cómo van los momentos iniciales de la conversación. Lo cierto es que en algún momento, acaparados por sus sobradas ganas de decir, sin duda acostumbrada a ser protagonista principal en el drama de su vida, corren las anécdotas sorprendentes. Son los años en que deslumbra con su belleza joven como Primera Dama de México. Va de viaje con su esposo al Brasil. Están en Río de Janeiro. Algo ocurre entre ellos que desata las cóleras. Por entonces no es secreto para el pueblo mexicano que su Presidente vive un glamoroso romance con una de las más bellas actrices del cine nacional. La Primera Dama se enfurece de tal manera que pide a su seguridad que de inmediato la lleven de vuelta al aeropuerto y que dispongan levantar el vuelo. Qué dice el Presidente del arrebato? Quién sabe... Lo cierto es que el avión presidencial efectivamente abandona el suelo brasileño y allá va la Primera Dama. A dónde? Eso sí nos lo dice, aún con la satisfacción del despecho de aquel lejano día. "Me fui a París..." Qué tal... Y por supuesto, el avión presidencial llegó al Charles de Gaulle y la Primera Dama fue a la catarsis de sus penas en esa ciudad tan fascinante. Eso nos llevó a decir seguidamente que en un viaje anterior a Francia se había llevado formando parte de la comitiva y el protocolo de visita, a la misma Orquesta Sinfónica de la Ciudad de México, que había ordenado constituir por su gusto y gana. También iba un conjunto de Mariachi, para hacer sonar sus algarabías metálicas en ese país que más gusta de las elegancias puntillosas. Con qué ufanía nos dijo: "Yo le quité los guaraches al mariachi mexicano...". Otra vez la visita es en el Kremlin. Son los días enervantes de la Guerra Fría y el Presidente Soviético es nada menos que Leonid Brezhnev. Se encuentran las comitivas en el protocolo de bienvenida y los anfitriones brindan un almuerzo a la concurrencia visitante. Al centro de la mesa están los Presidentes. Al lado de Brezhnev está la Primera Dama mexicana. Mientras duran los discursos algo le dice ella al ruso. El Presidente mexicano se inquieta y se angustia. Sabe el calibre de su esposa. Para colmo de su expectación, ve cómo Brezhnev retira su silla de la mesa, se levanta y se va. Sin exageración alguna, comprendamos la situación de la época, todo el mundo ve la escena inexplicable, calla y espera... Cinco minutos después, tiempo que según la Primera Dama fue una eternidad que parecía advertir una tragedia, vuelve Brezhnev a su silla, se acomoda con tranquilidad y todos ven cómo con su mano coloca en la de la Primera Dama una rosa roja. Termina el almuerzo, se da la despedida y los invitados se retiran a su hotel. Solos en su suite, el Presidente Mexicano le reclama con dureza a su esposa formal qué fue ese exabrupto con el presidente soviético. Y le exige que le diga qué fue lo que le dijo para hacerlo levantarse de la mesa en un momento de tanto rigor protocolario. Y ella dice que le dijo al temible dictador, sintiéndose una heroína satisfecha de haberlo rendido con tanta discreción: "Presidente Brezhnev...: cuando veníamos por las calles de Moscú hasta llegar a este palacio vi muchos niños hambrientos..."
Años después, esta mujer indómita murió rendida por el cáncer. Lo leí en la prensa y me causó pesar. Pero más fue mi sentimiento de tristeza cuando apenas una semana después, de nuevo por la prensa, me enteré que el Presidente mexicano, ya formalmente viudo, se había casado con la bella actriz mexicana y la noticia estaba ilustrada con la pareja y algo así como tres hijos. Muy jóvenes, en realidad, en comparación con su ya octogenario padre.
Él Presidente mexicano se llamaba José López Portillo. Su Primera Dama, Carmen Romano de López Portillo. Cuando yo la visité se llamaba simplemente Carmen Romano.
Así que hoy, con nostalgia por aquel encuentro tan revelador, sómo me queda compartir con quien me lea estos recuerdos de una mujer llamada Carmen...
jueves, 19 de febrero de 2009
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