Cada vez que me dispongo a escribir como ahora lo hago, experimento un proceso de introspección que de una manera muy sutil y clarificadora me lleva a precisar de qué ocuparme. Cómodo con la idea básica o el asunto, van surgiendo las palabras que hagan posible comunicar-me lo que la reflexión conlleve. No hay esquema, no hay estructura de texto predeterminada. Dejo que el curso del pensamiento vaya fijándose en ese fluir de palabras que conforman las ideas, con su celeridad, su densidad, sus abrupteces, sus perífrasis, sus oscuridades y, sobre todo, sus sorpresas. De eso se trata. De poner en acción las voces interiores. Esas que generalmente desconocemos y por lo mismo no escuchamos. Allá vamos en la vida poniendo atención a los resonadores del comportamiento ideal de las personas, ese que explota el "merchandising", sin poner oídos a la profundidad de nuestro ser, donde habitan la duda, el temor, la inseguridad, la impaciencia, que inciden en el comportamiento humano sin que la mayoría de los humanos tengamos conciencia de ello.
Cuando se escribe y hay una intención predeterminada de escribir "para los demás", generalmente el procedimiento es al revés. Hay que considerar, pues, esa diferencia de intención, y advertir que si no parto de un tema previamente seleccionado o de un título específico que determine lo que he de escribir, es porque este es un ejercicio de diferente naturaleza. Si bien toda aquella persona que escribe y "dice" algo asume que alguien le va a "escuchar" o leer, yo prefiero atender esa voz interior que me dicta lo que necesito "decir-me", en este ejercicio de conciencia que me obliga a la reflexión y a ser lo más claro, preciso y sustantivo que me sea posible, siendo totalmente honesto conmigo mismo. Así, lo que pueda expresar no sólo será útli para mí, en tanto lo dicho pueda ser una posibilidad de responder a los intereses o necesidades intrínsecas de mi ser, sino, tal vez, pueda serle útil a alguien más.
Cuando converso sobre este tipo de temas de reflexión, soy categórico en afirmar que no me gusta dar consejos a nadie. Estoy persuadido que nadie es dueño de la verdad y que por lo mismo nadie puede pretender que su experiencia, del tipo que sea, vaya ser aleccionadora para alguien más. Creo conveniente dar testimonios de vida, con aciertos o desaciertos, éxitos o fracasos, para que los demás puedan asumir los casos como mejor les convenga. Las circunstancias de los casos siempre son diferentes. La naturaleza de las personas y sus condiciones de vida y sus intenciones, también.
Hoy se me ha "ocurrido" revisar ese enunciado "el sentido de la vida", porque al disponerme a escribir me he dicho qué "sentido" tiene escribir y que me haya impuesto abordar un tema cada día. Es decir qué sentido tiene hacerlo. Por eso, yendo en profundidad, he recuperado la expresión "el sentido de la vida". Ciertamente una expresión que no sé cuántos años atrás formaba parte de los diálogos cotidianos. La escuché muchas veces en casa en labios de Papá, por ejemplo. "Qué sentido tiene la vida por tal cosa o tal otra...", se decía. "Qué sentido tiene la vida por esto o por aquello... " Es posible que en las conversaciones de entonces no hubiera ninguna profundidad filosófica, sino una forma de cuestionar algo sin necesidad de hacer filosofía. Lo cierto es que se escuchaba y, al menos, reflejaba una intención por dilucidar algo.
En nuestros días no sólo estamos invadidos por la trivialidad y lo aparente, sino que las preocupaciones existenciales no existen... Los grandes dilemas del tiempo que corre son de otra índole. Si no, miremos cómo amaneció el año: quiebras de bancos y empresas financieras, pérdidas en el valor de las acciones de bolsa, devaluación de monedas, baja en los índices del producto interno bruto en muchos países, y etcétera, todos temas enteramente relacionados con asuntos del tener y no del ser, del acumular y no del existir. Qué difícil resulta conversar sobre temas de "trascendencia" con la mayoría de las personas con las que uno se encuentra. Antes de intentarlo piensa uno sobre lo que hoy por hoy pueda ser "tema de trascendencia", cuando las circunstancias de la vida nos han aorillado a ocuparnos sin evasión hacia "temas de sobrevivencia". El alimento, la seguridad social, la educación, los ahorros, la vida misma... Antes que se nos ridículice por ser sorprendidos en disquisiciones aparentemente inútiles, conviene hacer legar a los angustiados ciudadanos temerosos de la realidad financiera, económica y laboral, por ejemplo, hacia la manera de enfocar el drama existencia de nuestra sociedad actual. Si un millonario accionista con traspiés en sus negocios se suicida, a dónde puede ir a parar el resto de la humanidad que sufre tantas carencias y limitaciones en aspectos esenciales para sobrevivir... Estoy más que seguro que el drama humano no está ni en las veleidades de la bolsa de valores, ni en el riesgo de los ahorros bancarios ni en el alza desmedida del costo de la vida... Está en la manera de concebir nuestra vida en los tiempos en los que nos ha tocado vivir, en cómo "operar" en esas circunstancias para no sucumbir ante lo que está absolutamente fuera de nuestro control, en cómo subisistir y, mejor, existir, fuera o más allá de los riesgos de ese monstruoso sistema de dependencia y condicionamiento que rige a los humanos de hoy. Es urgente, creo, fijar nuestra atención en esa expresión que en palabras tan simples nos presta un camino para encontrar una solución... Creo que debemos enfocar nuestros mayores esfuerzos por encontrar "el sentido de la vida...", el sentido de nuestra vida. El porqué vivir pese a todo y cómo vivir sin sucumbir... No hay más...
En este momento recuerdo una anécdota que puede llevarnos a un ejemplo... Una joven amiga mía, que por cierto había sido mi novia, mucho tiempo después de dejarnos me llamó por teléfono pidiéndome que nos viéramos porque quería decirme algo importante. Que se encontraba confusa y no sabía que hacer. A ver, pues, qué le decía yo. Concertamos la cita y esta fue, casi literalmente, parte del diálogo...
- Qué te pasa...
- Me siento mal... No sé qué hacer... Se pasa el tiempo y no sé qué hacer con mi vida...
- Y qúé quieres hacer...
- Casarme...
- Y para qué...
- Cómo que para qué... Tener mi esposo...
- Para qué...
- Bueno, tener mi hogar...
- No te alteres. Vuelvo a decirte para qué...
- Tener mis hijos..., mi familia...
- Discúlpame, pero tengo que volverte a decir para qué...
La mujer estaba totalmente incómoda con mi cuestionamiento, le pedí que se calmara y que me dejara hacer una reflexión. Le dije que ninguna de sus respuestas me parecía satisfactoria, con el respeto que merecía su confianza y su confidencia. Que no encontraba que tuviera claridad en "el sentido de su vida...". Me parecía que sus "aspiraciones" no eran más que responder al patrón de "convivencia social" que el medio impone: casarse, tener esposo, tener hijos, formar una familia... Y luego...?
- Y entonces qué hago...?, me dijo irritada y desafiante.
Le respondí que luego de vivir lo que he vivido, creo que lo esencial del sentido de la vida es ser feliz y hacer felices a los demás... El cómo, dónde, con qué, etcétera, viene después. Y concluí diciéndole que al aplicar ese pensamiento, podrían tener "sentido" sus aspiraciones de vida, si su deseo de casarse estuviera orientado a ser feliz y hacer feliz a su esposo; si su deseo de tener hijos estuviera inspirado en el deseo de ser feliz como madre y hacer felices a us hijos, etecétera...
Dejamos de vernos otro tiempo muy largo y cuando volvimos a hablar me dijo que se había comprado un apartamento, que buscaba un carpintero para que le hiciera los muebles y que deseaba hacer un viaje a Europa...
Por mi parte sigo tratando de encontrarle el sentido a mi vida, cada día que pasa, porque la ilusión de alcanzarlo me da entereza y una gran alegría de vivir...
sábado, 17 de enero de 2009
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