domingo, 15 de febrero de 2009

TENGO UNOS AMIGOS QUE SON ANIMALES...

Mucha gente de ciudad puede estar segura de haber alcanzado la más exitosa existencia instalada como está con acceso a los espacios que han sido consagrados como ideales para la vida contemporánea: casa con todos sus servicios y hasta con personal de servicio; lugar de trabajo, mejor si la ocupación permite pulcritud y elegancia; esparcimiento para todos los usos y todas las horas, como spa, cines, bares, discotecas, restaurantes y moteles; puntos de reunión para las diversas posibilidades de intercambio social que ocurren, por muy convencionales e inevitables que sean, tal los hoteles, alquifiestas o funerarias; y por el orden, centros educativos y centros comerciales, que en algo se parecen; clínicas médicas y hospitales; clubes deportivos y oficinas de profesionales de todo tipo: a veces urge una transacción para un negocio, un aseguramiento o un divorcio, que no deja de ser una transacción. En fin, salvo los graves problemas que también implica, muchos desean vivir en una ciudad, pues, como se viene diciendo desde hace mucho, lo mejor para vivir es tener de todo a la mano...
Pues bien, contrario a lo que históricamente se hubiera esperado, las ciudades están que colapsan. La tensión social se revela en el irrespeto a la persona hasta los extremos de la criminalidad, el caos en el transporte por insuficiencia de las vías ded circulación, las enormes cantidades de basuras y desechos y la ostensible incapacidad de procesamiento, la contaminación por todas las fuentes imaginables y una larga enumeración. Todo ello contribuye a que las ciudades dejen de ser lo que su destino ideal proclamaba y se hayan convertido en inmensas áreas inhóspitas. Lo peor de todo, lo más contradictorio, lo que me causa mayor desolación es encontrarme en una urbe autosuficiente y toparme con tantas personas que me resultan absolutamente extrañas. Cómo puede ser que vidas iguales que las nuestras eviten toda relación porque si la establecen es para disputar lo que pudiera ser común. Pero resulta que no lo es ni el aire que se respira, por contaminado que esté; ni el agua que cada vez es más escasa, ni los lugares en el transporte por el medio que sea, ni la paz y la seguridad... Muchos recurren al anonimato que permite esta masividad paradójicamente excluyente del individuo como tal, y por ello es que bajo su nefasto amparo es cada vez mayor el abuso y el atropello que muchos sufren en su integridad y en su propiedad. Hay situaciones simpáticas, si en ello no concurre el peligro, como lo que se da a diario en el Parque La Alameda del DF de México. Quienes lo conocen saben que es de una inmensa amplitud, a inmediaciones del Palacio de Bellas Artes, con sus jardines y sus árboles y sus bancas cómodas. Pues resulta que es un sitio de encuentro de enamorados. Y como es tal la cantidad de gente en esa inmensa capital y es tal el número de parejas ded enamorados que llegan a toda hora del día, no alcanzan las bancas, ni los troncos de los árboles, ni los muros a media altura para servir de soporte a las caricias y los enjuagues sentimentales. Un curioso puede comprobar, llegando varias veces en un mismo día o varias veces en una semana, que lo más seguro es que nunca vuelva a encontrar una sola pareja que se repita. Gracias al anonimato que brinda la hospitalidad de esa enorme ciudad, probablemente dichos encuentros tengan la ventura de no contar con mayores testigos.
Espero que todo lo anterior sólo sirva para decir que ante la difícil convivencia citdina y lo dificultoso de disfrutar una sana relación con tanto ser humano encontremos a nuestro paso, cada vez remito mi existencia en pleno hacia la pequeña comunidad y en ella a un hogar en que pueda ejercitar ilimitadamente la fuerza de mis afectos. Puedo decir que hoy por hoy, contrario a lo que sucede a la mayoría de mis compatriotas de la actual capital, he ido encontrando solución a tamaño problema. Es así que vivo en una verdadera comunidad, es decir donde se vive en común, porque todavía casi todos nos conocemos y sabemos dónde vivimos, nos llamamos por nuestros nombres y sabemos más o menos a qué nos dedicamos. Vamos de visita de vez en cuando por casas de familias y amigos, y con frecuencia también tenemos el gusto de acoger a personas entrañables en el afecto, a quienes necesitamos para vivir porque saben muy bien que les queremos y asimismo están seguros que siempre estaremos hombro con hombro, corazón con corazón en las buenas y en las penas...
No todo es "miel sobre obleas", como decía Papá, pero aquí trato de enfatizar en lo que es bueno y gozoso. Si queremos ser realistamente negativos, pues vayamos a las grandes ciudades donde se sufre más de lo que se disfruta. No. Para nosotros esa condición de vida la damos por el momento cabalmente resuelta.
Lo que me falta decir al momento es que en mi convivencia diaria, más allá de vecinos y familiares, tengo cerca de mí unos seres que, sin duda alguna, cada día me enriquecen sin límite. Son unos amigos ilimitados en su afecto, incondicionales en su compañía, pacientes en la espera para ser bien correspondidos. Cada uno tiene una naturaleza y una personalidad muy propias, que me dan el mejor ejemplo de no estar afectos a influjos alienantes. Saben muy bien que así como yo me ocupo de mis asuntos y me tomo mi tiempo para lo que a mí me gusta y me interesa, también están muy seguros que yo los respeto en sus cosas y estoy atento a complacerles en lo que de mí esperan. Han sabido ser guiados por una educación en la que de común acuerdo están muy claros los códigos de comunicación y de convivencia pacífica, sin que sus hábitos entren en contricción con los míos. Son un regalo excepcional que casi no pueden ser disfrutados en las ciudades, pues fácilmente entran en conflicto con el vecindario y hasta ponen su vida en riesgo. Es incomprensible que su vida resulte incogruente con la de los demás, pero así es. Porque si viven en la ciudad hasta sus mismos amigos de casa los refunden donde menos molesten. Cómo puede uno actuar con esos amigos fieles que sólo esperan de uno ser correspondidos en sus sentimientos y en su compañía.
Yo sí me siento muy dichoso con ellos. Tengo unos amigos que son animales y no puedo vivir sin ellos: La Nena, La Gatía, El Gatío, El Gatiyito, Los Canaritos, El Óscar y La Lola. Son regalos de la naturaleza que hemos podido conformar la alegría de esta casa. En el orden de sus nombres: una labradora negra; tres gatos, como puede advertirse: madre, hijo y nieto, todos parchados en blanco sobre fondo negro; dos canarios, efectivamente, ella naranja pálido y él amarillo limón, y dos conejos: él de nacionalidad holandesa, impolutamente blanco, y ella de por aquí, blanco sobre fondo barcino. Como no puede ser de otra manera, reciban de parte de todos ellos su afecto y amistad.

No hay comentarios: